Es la Virgen del Pilar Madre de España, y desde su trono mira, guarda y vela nuestra Nación. España es un país cristiano tanto por su génesis como por su historia, pero el cristianismo se está erosionando, no porque el Estado haya dejado de ser confesional, acorde con los tiempos en que la libertad de religión cualifica y da identidad a una sociedad democrática como la nuestra.
El cristianismo se está erosionando, porque no acertamos a transmitir la fe en las condiciones de la sociedad actual, un déficit de los cristianos, ciertamente, pero no sólo es ésta la única causa. La transmisión de la fe no puede imponerse a nadie y tropieza hoy con una agresiva crítica de la religión en gran medida obsoleta, pero que algunos con poder y medios de comunicación sistemáticamente presentan como realidad insoportable para una mente emancipada. Si los prejuicios de la izquierda cultural española representan un hecho persistente, la derecha no puede ser definida por su fervor cristiano, entregada a un liberalismo indiferente y envuelta en un traje de modernidad que la lleva a compartir núcleos de difícil conciliación con el cristianismo.
Si los prejuicios de la izquierda cultural española representan un hecho persistente, la derecha no puede ser definida por su fervor cristiano, entregada a un liberalismo indiferente y envuelta en un traje de modernidad que la lleva a compartir núcleos de difícil conciliación con el cristianismo.
Entre los prejuicios culturales de una izquierda sin reconciliar con la religión está la valoración negativa de la historia de España, que la cultura que se autocalifica de progresista se empeña en travestir una y otra vez. De ahí la constante disolución de las fiestas patronales cristianas a lo largo y ancho de la geografía, transformadas en mera cultura, donde el significado religioso se diluye progresivamente.
La Transición española que condujo a la Constitución de 1978 es una de las grandes aventuras de concordia y respeto recíproco entre españoles, y entre los valores que la Constitución consagra está la unidad de la Nación como bien moral. Lo es indudablemente, porque la realidad social histórica de España es el resultado de la unión de los pueblos que han hecho una misma historia, desigual en el concurso de los siglos, pero al fin con el común objetivo de compartir la fraternidad de la sangre que es resultado de la fusión de los pueblos peninsulares y de los que a la península Ibérica fueron llegando, para ser troquelados por la visión cristiana de la vida, que el islam truncó cuando comenzaba a fraguar como unidad nacional. La historia de España es el resultado de nuestras relaciones familiares, la mezcla de intereses comunes que sea han fusionado mediante la apuesta común por la misma sociedad, cuyos fundamentos y los principios de la gobiernan proceden de la común historia que los aúna y de los valores espirituales que comparten.
Los intereses económicos de los españoles son difíciles de deslindar, porque las regiones que más se precian de haber logrado una modernidad europea, no hubieran podido lograrla sin la empresa de progreso y transformación económica y social compartida por todos los españoles. No hubiera sido posible no sólo sin la mano de obra de otras regiones, sino también y muy principalmente de sus ahorros e inversiones. Era difícil pensar tras la derrota del terrorismo como imposición criminal de una visión de España contraria a su historia, derrota todavía demasiado reciente y sin que deje de oírse el clamor de las víctimas; era difícil, ciertamente, no pensar que al fin veríamos días mejores. Los obispos españoles dijimos en su momento que nadie podía dejar de lado la dimensión moral que planteaba a la conciencia de los ciudadanos el terrorismo, y que, en consecuencia, nadie podía sucumbir al silencio cómplice.
Pues bien, ahora es igualmente obligado defender el orden constitucional apelando con justicia a la dimensión moral de la defensa de la ley fundamental del Estado. Si no lo hacemos no podremos avanzar, en concordia y con criterio moral, a una democracia más perfecta, que nos permita superar la enorme crisis a la que nos ha conducido la pandemia que padecemos. Cuando sólo se tienen en cuenta los réditos de cotas de poder de las acciones políticas, sin que se repare en los efectos que dichas acciones políticas tienen sobre el conjunto de los ciudadanos, se pervierte la democracia y se comienza a construir un sistema totalitario en el que el poder ejecutivo lentamente desplazará, con estrategia y táctica precisas, los poderes que constituyen el ordenamiento jurídico de una sociedad libre.
La manipulación sectaria de la memoria histórica del pasado inmediato pretende hacer creer a las jóvenes generaciones que el enfrentamiento civil del pasado siglo entre españoles fue cosa de buenos unos y malos otros, lo cual significa pretender que se olvide interesadamente que hubo errores y aciertos en las dos visiones de España que la Transición ayudó a reconciliar, movidos unos y otros por la cruda experiencia de los hechos de un pasado dramático que nunca debe volver.
Hoy pedimos a la Virgen del Pilar que ayude a todos los españoles a ver con verdad nuestra reciente historia. Lo hacemos conscientes del fervor mariano de millones de españoles que han vivido y viven la fe en Cristo de la mano de la Virgen Madre del Redentor del mundo. Nos lo recordaron los papas que nos visitaron. San Juan Pablo II se despidió de nosotros, cercana ya su muerte, contemplando a España como tierra de María. Benedicto XVI no dejó de señalar los peligros que se ciernen sobre España y su futuro, y nos alentó convencido de que la fe cristiana de los españoles tiene en la Virgen María un dique protector contra los males que pueden venirnos encima.
Todas las víctimas de la guerra reclaman un recordatorio digno y la paz de los muertos que ya están en las manos de Dios. Hay que reclamar este recordatorio para todas las víctimas, por cuyo eterno descanso los cristianos oramos con fe esperanzada en la resurrección de Cristo. No sólo hay víctimas preteridas de unos y no de otros, sino de todos. Los mártires que venimos beatificando estaban también en pozos de cal viva y en las cunetas de los caminos, muchos fueron homenajeados y llevados al campo santo después de la guerra civil, pero otros siguen en lugares ignotos que desconocemos. Un signo trágico de una España dividida que está llamada a encontrar paz a la sombra de la cruz de Cristo. La cruz constituye una marca de identidad de nuestra historia que no podemos ignorar ni soportar que se nos imponga su supresión sin rechistar, porque los españoles somos todavía mayoritariamente cristianos. La cruz es una marca que no es posible silenciar, como es la pretensión de derribar cambiando de significado a la Cruz del Valle, donde reposan víctimas amadas por unos y otros españoles, víctimas que murieron enfrentadas y ahora reposan en un mismo lugar santo que acoge sus restos. Se han derribado demasiadas cruces en la historia de la humanidad herida por los pecados de todos. Se siguen derribando en latitudes de totalitarismo impuesto contra las libertades y la fe religiosa, como nos informan las noticias de cada día. No podemos ceder a la tentación de creer que tener la cota de los derribos de los signos religiosos es un record meritorio de la democracia. Esta tentación no puede hacernos perder la inteligencia y caer en la ensoñación de que destruir el signo de la cruz a cuya sombra se experimenta el alcance purificador de la sangre de Cristo pueda augurar una sociedad reconciliada.
Los católicos españoles no tenemos nostalgia ninguna de un «nacional catolicismo” del que algunos abominan al mismo tiempo que pregonan la bondad de una visión laicista que nos abrazara a todos, pero abominar del pasado nacional católico sin mayor espíritu crítico es desconocer de qué forma las naciones europeas han estado vinculadas confesionalmente a las distintas configuraciones sociales del cristianismo occidental, porque las Iglesias orientales han sido todas por tradición Iglesias nacionales. Ha habido un «nacional anglicanismo» y un «nacional luteranismo», que también han requerido a su tiempo abrirse a la plural convivencia de las confesiones cristianas; y hoy, abrirse además a la plural convivencia del cristianismo con las religiones no cristianas.
Esta apertura y generoso reconocimiento de la identidad de los otros quiere el papa Francisco que lo llevemos a cabo reclamando para sí el común patrimonio de la fraternidad de la raza humana. Esa fraternidad que emerge de la común condición de los seres humanos tiene para nosotros cristianos una razón única de ser, que no puede ser otra que la paternidad universal de Dios. La encíclica que el Papa acaba de firman en Asís hace unos días, nos recuerda este patrimonio común de fraternidad, que no podemos dilapidar dejándonos vencer por el odio y la negación pertinaz del mal.
Quiera la Virgen bendita del Pilar, en cuyo día España arribó a las playas del Nuevo Mundo y dio comienzo una historia de mestizaje, con luces y sombras, muchas más luces que sombras, que no podemos dilapidar abrazando ideologías de autodestrucción de nuestra propia identidad histórica.
Invito a todos los diocesanos a unir su plegaria a la de la Iglesia en este día, recitando el himno de alabanza a la Virgen del Pilar:
Os deseo un feliz día del Pilar en la Fiesta Nacional de España