Tradición Piadosa

En las postrimerías del siglo XVII el pequeño albojense Lázaro de Martos Verdelpino, por encargo de sus padres, cuidaba el rebaño familiar. En una de aquellas jornadas de pastoreo se dirigió con sus animales a los Dientes de la Vieja, curiosa formación rocosa próxima al monte Roel. Allí, enfrascado en sus plegarias infantiles, fue favorecido con la portentosa visión de Nuestra Señora. Se apareció María Santísima en estado de buena esperanza, portada por dos ángeles de insuperable hermosura y en actitud de vencer al dragón demoníaco.

La impresión que recibió el niño Lázaro fue grande, decidiendo trocar al instante el pastoreo de las cabras por el de las almas. Admitido en el Seminario de san Indalecio de Almería, realizó los estudios pertinentes y recibió el Sagrado Orden Sacerdotal. Tras algunos años de ministerio en Tahal retornó a su pueblo, donde edificó a todos con su santidad de vida.

Con el piadoso deseo de honrar a Nuestra Señora en el mismo paraje donde había contemplado su inmaculada hermosura, buscó el modo de levantar en el Saliente un humilde templo. Para ello contó con la ayuda de otro sacerdote albojense, don Roque Tendero. Entrambos consiguieron edificar, en 1716, la primitiva ermita de Nuestra Señora de los Desamparados del Buen Retiro del Saliente. Más, antes de abrirla al culto, debían encontrar una imagen titular para desahogar su devoción. La empresa no era fácil, pues don Lázaro anhelaba colocar una semejante a la de su visión.

Resueltos a culminar su piadosa obra, resolvieron dirigirse a Granada para encontrar un artista que pudiera traducir en materia las maravillas vistas por don Lázaro.

En su camino hacia la ciudad de la Alhambra hicieron escala en Guadix, hospedándose en una venta. En este concurrido lugar, amparados en la confianza de la mesa compartida, entablaron conversación con un misterioso eclesiástico. Los sacerdotes albojenses le narraron el objetivo de su viaje, participándole de sus congojas por la dificultad de su búsqueda. El desconocido clérigo, tras escucharles con atención, les invitó a que observaran una imagen de Nuestra Señora que él traía consigo por si respondía a sus afanes. Quedaron estupefactos los albojenses cuando, descubierta la imagen, vieron reflejada con sublime maestría la visión de don Lázaro. Instantáneamente rogaron al portador que les vendiera la imagen, pues querían poseerla  a toda costa. El anónimo sacerdote la entregó en el acto, posponiendo para el día siguiente los pormenores de la adquisición. Sin embargo, cuando fueron a buscarlo para pagarle, no encontraron ni rastro del clérigo ni noticia alguna de su paradero.

Proveídos de tan excelso tesoro, volvieron a Albox y entronizaron la sagrada imagen en la ermita del Saliente. Muy pronto los albojenses y las gentes de todas partes acudieron a su humilde altar, recibiendo el maternal amparo de la Madre de Dios. Enternecidos por su estatura, comenzaron a llamarla la Pequeñica. Los peregrinos experimentaban de tal modo el consuelo de Nuestra Señora, que en poco tiempo las paredes de la ermita eran incapaces de acoger a las multitudes de peregrinos. Se impuso, por tanto, la necesidad construir un Santuario acorde con la grandeza de la Santísima Virgen y capaz de albergar al elevado número de los que allí acudían. Pero la pobreza endémica de la comarca, azotada por terribles sequías, no daba los fondos necesarios.

Entristecidos por su penuria, se acudió al Obispo de Almería en busca de socorro. A la sazón, ocupaba la Sede de san Indalecio el toledano don Claudio Sanz y Torres. El Prelado, uno de los más generosos y magníficos de nuestro episcopologio, reconoció que Nuestra Señora miraba con especial solicitud al Saliente y quiso ofrecerle un Santuario « con tantas puertas y ventanas como días tiene el año. » Apenas había tomado esta decisión el buen Prelado, cuando compareció ante él un rico marinero. El intrépido navegante declaró que, al embarcar de regreso con una gran fortuna, sufrió la furia de los mares con inusitada violencia. A punto de naufragar, se encomendó a Nuestra Señora y prometió entregar buena parte de su riqueza si lo retornaba sano y salvo a su patria. Formulada la promesa, cesó milagrosamente la tempestad y finalizó su viaje sin el menor contratiempo hasta el puerto de Almería. Como buen cristiano, depositó en manos del Obispo la fortuna prometida en acción de gracias a la Virgen Santísima.

Monseñor Sanz y Torres, asombrado por la rápida respuesta del Cielo, no tardó en hacer construir el imponente Santuario que hoy disfrutamos. Junto al nuevo templo quiso el Prelado edificar un modesto palacio en el que habitar junto a la Pequeñica, aunque tuvo mayor dicha porque Nuestra Señora se lo llevó de este valle de lágrimas antes de que concluyeran los albañiles.

Desde entonces, hace ya tres siglos, generaciones de peregrinos siguen acudiendo a este Buen Retiro de Nuestra Señora. Aquí, en el Saliente, María Santísima cura sus Desamparos y nos presenta al fruto de sus entrañas, Jesucristo.